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Sergio Rodríguez

"La literatura es la única forma de perdurar"

Redacción Vanguardia

En una entrevista con La Vanguardia, Sergio Rodríguez compartió su visión sobre la escritura, el valor de recordar y la lucha por mantener vivas las historias del pasado.

 

Sergio Rodríguez, un escritor oriundo de Mechongué pero que hace varios años reside en Balcarce, ha encontrado en la literatura un refugio para preservar las memorias de su pueblo y de sus ancestros. Con un estilo que combina la realidad con un toque de fantasía, sus relatos evocan historias que han quedado grabadas en la memoria colectiva de lacomunidad. Recientemente, ha sido reconocido en una selección para una antología, un halago que refleja su compromiso con la narrativa y su capacidad para transformar experiencias vividas en cuentos que resuenan con el lector. En una entrevista con La Vanguardia, Sergio compartió su visión sobre la escritura, el valor de recordar y la lucha por mantener vivas las historias del pasado.

-Ha recibido un reconocimiento importante a partir de esta selección que se conoció en los últimos días...

-Sí, estoy muy contento. Una vez más me han galardonado en una selección para una antología. El cuento ya lo tenía escrito y el disparador de este certamen era Los Macondos del siglo XXI. Para aquel que no haya leído a García Márquez, “Cien años de soledad” transcurre en una ciudad ficticia que se llama Macondo, donde pasan cosas extraordinarias. Todo está en la mirada de cada uno, mirando hacia atrás, haciendo una retrospectiva a nuestros padres, abuelos, los fundadores de nuestros pueblos. Mechongué, donde viví muchos años, es un Macondo del siglo XXI, un pueblo lleno de historias increíbles, y mi trabajo es recordar y ficcionar esos hechos. Me gusta escribir lo que llamo realidad fantástica, transformando anécdotas en cuentos, siempre con un toque fantástico, como los relatos que escuchábamos alrededor del fogón en nuestra infancia.

-Y cómo dicen en España, ¿de qué va el cuento? 

-El jefe del ferrocarril era mi abuelo, pero el cuento se centra en mi otro abuelo, el dueño de un almacén. Había dos almacenes en la época, y mi abuelo fue el primero en traer el diario La Nación, que llegaba dos días tarde. Para él, el diario era una certificación de los hechos. Esa necesidad de comprobar la información aún persiste en el periodismo actual, aunque en un contexto completamente diferente con las redes sociales.

-De alguna manera, Sergio, el periodismo sigue ejerciendo esa acción de comprobación de los hechos...

-Exactamente. Cuando mi abuelo falleció, algo cambió en Mechongué. Él necesitaba la certeza de las noticias. Por eso, mi cuento se llama 'Obituario'. Estoy orgulloso de que haya sido seleccionado.

-¿Cuál fue el elemento motivacional para meterte en esta historia?

-Empecé a escribir por dolor. Hoy cuento cuentos porque quiero mantener vivos a mis ancestros. Todos pasamos por este mundo, pero seguimos vivos a través de los recuerdos. La literatura es la única forma de perdurar. Mi primer cuento fue sobre un amigo que ya no está, y a través de mi escritura, vuelven a la vida.

-¿Cómo rescata esas historias?

-La realidad es que los mortales como nosotros queremos ser recordados. La última persona que nos recuerde, ahí estaremos. Rescatar esas historias es mi labor. La gente común ha luchado enormemente, y es importante que sus historias perduren.

-Volviendo a Sábato, son las obras que dejamos como fragmentos de lo que somos...

-Así es. He convertido esto en mi lucha. La escritura me sanó y ahora es un homenaje a aquellas personas que ya no están.

-¿Cuánto de sus cuentos son momentos vividos y cuánto de ficción?

-Normalmente arranco con hechos reales, anécdotas que me cuentan o que he vivido. Luego las enriquezco con ficción. Busco que esas historias sean interesantes para todos, no solo para quienes las vivieron.

-¿Cómo es el Mechongué que describe en tus cuentos? ¿Cuánto de eso sigue vivo?

-Prácticamente nada. El pueblo ha cambiado, y la gente que conocía ya no está. La memoria de aquel pueblo sigue viva en mí, pero lo que hace un pueblo son sus habitantes y sus historias.

-¿El texto, el cuento, dónde se puede encontrar?

-No he publicado nada oficialmente. Si alguien quiere leer mis cuentos, puede comunicarse conmigo. Tengo varios cuentos premiados a nivel internacional, pero por ahora no he sentido la necesidad de compilar un libro.

A través de este texto, Sergio Rodríguez nos invita a reflexionar sobre el poder de la memoria y la literatura como vehículo para mantener vivas las historias que nos conectan con nuestro pasado.

 

El cuento    Obituario

Todo lo que mi abuelo sabía, toda la cultura que había incorporado, conocimientos y opiniones a través de toda su vida, lo había aprendido de la línea editorial del diario La Nación de Buenos Aires.

Luis Rodríguez había llegado como tantos inmigrantes en barco, escapando al hambre de Europa y se instaló en un pueblito de la pampa húmeda llamado Mechongué, donde construyó un almacén de ramos generales.

Uno de los primeros pasos que dio aquella comunidad fue cuando logró que llegara el diario al pueblo. Llegaba por tren y se vendía en el almacén de mi abuelo.

Ese fue el periódico que leyó todos los días de su vida. Así lo hizo por casi 70 años.

Con el tiempo, opinaba y daba por cierto exclusivamente lo que encontraba escrito en el diario.

Pero había un problema. El diario llegaba dos días tarde.

Luego de su impresión en Buenos Aires iba por micro a Mar del Plata, distante a 400 kilómetros, donde llegaba por la tarde. Después lo recogía un distribuidor que lo enviaba por tren al pueblo, recién al día siguiente llegando de noche a la Estación FFCC. En la mañana del tercer día se vendían en la localidad.

O sea, un periódico impreso en Buenos Aires un lunes, viajaba en el día a Mar del Plata, “dormía” el martes en depósito hasta la noche y por tren al pueblo. El miércoles, los retiraba mi abuelo de la estación y se ponían a la venta el miércoles.

“Cayo el gobierno de Perón” aullaba la radio, y el abuelo decía “puede ser” aunque sabía en sus entrañas que era así de contundente la noticia, pero su corazón solo se desaceleraba cuando, a los dos días leía en tapa, con título catástrofe, la noticia.

Las discusiones por política o futbol eran feroces y se quedaba con un sabor amargo por no encontrar donde apoyarse.

Ni la radio, ni la televisión, que llegó más tarde, eran confiables, solo la tinta y el formato sábana de su diario le brindaban esa tranquilidad que lo abrazaba.

Para los demás era como un reloj que atrasa, no dos horas, sino dos días.

Pero la verdadera tragedia se desató luego de su muerte.

A las pocas horas de su fallecimiento el cielo se cubrió de repente y comenzó la lluvia más intensa y persistente que se tenga memoria en esa zona rural de la provincia de Buenos Aires. Las calles pronto se inundaron y el viento feroz amenazaba con llevarse todos los techos. Rápidamente se suspendieron las clases y todos se quedaron en sus domicilios.

Lo velaron en su casa porque no lo podían sacar. Casi nadie fue al velorio por el temporal. Estaba Mercedes, su esposa sola con sus cinco hijos, mientras que nueras y yernos cuidaban a los nietos por expresa orden de la abuela, quien entre llantos solo pedía una cosa.

-Coco, tu que eres el mayor, ya mismo te comunicas con las oficinas del diario La Nación en Buenos Aires y que publiquen en el obituario el fallecimiento de tu padre… ¡YA! -. No está descansando en paz, murmuró entre dientes.

   

¿Pero qué dices, que papá no está muerto?, protestó Mecha, la segunda de los hijos. Tu padre está bien muerto, es que no descansará hasta que no vea en el obituario de La Nación la noticia y espero que llegue el diario antes de que éste pueblo desaparezca.   

Entre rezongos allí fue Coco a cumplir por teléfono con el mandato. La tormenta era anormal, el aire era espeso y caliente, mientras que la lluvia no se detenía jamás.

Ahora habrá que rezar y esperar dos días, dijo la abuela Mercedes que de estas cosas sabía bastante. Coco pudo comunicarse y al día siguiente salió publicado… en Buenos Aires.   

Ahora había que esperar, mientras la tormenta iba destruyendo todo a su paso, arrancando cada árbol, volando techos, tirando paredones.

El arroyo Chocorí se desbordó como nunca, llegando el agua hasta el mástil del centro. Jamás se habían vivido hechos climáticos como los de éstos días.

La gente esquivaba pasar por el cementerio después del entierro. Se había corrido la voz por el pueblo que algo anormal habitaba ese lugar. El alma de Don Luis, no estaba cómoda, no descansaba. Por algún motivo no partía. El viento prometía llevarse Mechongué a otro .lado.

A la abuela nadie la convencía de dormir. Con una vela y su rosario rezaba entre lágrimas.

Así fueron transcurriendo las horas. Pasó el primer día y el temporal era cada vez más intenso. Las noticias decían que solo en el pueblo y sus alrededores sucedía lo que sucedía, es decir, la tormenta estaba detenida sobre el poblado. Las brujas del pueblo trabajaban con secretaria y turnos, por la demanda. Ya todo el mundo sabía lo de Don Luis, un alma en pena en el pueblo, quien lo iba a decir.

Algunos chacareros se animaron a pasar por el almacén “para dar el pésame” decían, pero cuando Coco o Tete los acompañaban hasta la calle inundada se animaban a preguntar por la situación. Los animales de corral se iban a ahogar. Por donde viene el diario, preguntaban ya sabiendo la jugada de la abuela.

Por fin llego La Nación en tren, envuelto en nylon para no mojarse. En el andén había más gente de lo habitual, ya todos conocían lo que pasaba y hacían un seguimiento a riesgo que les cayera un árbol en la cabeza. La tía Dina, su hija más chica se compró una neumonía solo para ir hasta la estación de ferrocarril caminando, donde el mismísimo jefe le confirmó que allí estaban los periódicos. A la mañana siguiente, según protocolo, regresó y el jefe Pontano se los entregó. Los llevaba apretaditos contra el pecho como si el destino de esa comunidad estuviera en sus manos. Entró a la casa de su madre con el viento ululando a su espalda, saco un periódico y corriendo se lo arrimó a la abuela Mercedes que miraba por la ventana. Lo tomó por sobre su hombro sin mirar a su hija, lo abrió apurada buscando el obituario. Con el dedo recorría las columnas hasta que lo encontró.

Lo leyó en silencio, hizo un gesto de aprobación, cerró el diario e impartió la segunda orden. Todos al cementerio conmigo.

Algunos de sus cinco hijos corrían por la casa, otros apoyaban sus cabezas contra la pared pidiendo paciencia y otros intentaron tibios rezongos, pero allá fueron en la mañana del segundo día, entre el agua y el barro.

Llegaron en dos autos por calles inundadas. Era casi de noche, pese a ser las 10 de la mañana.

Al pasar por el frente de las casas, los vecinos se asomaban temerosos y se persignaban. El destino del pueblo estaba en manos de la abuela y el diario que descansaba en su regazo.   

Se bajaron y entraron al cementerio. El hijo mayor Coco abriendo rejas y sujetándolas para que las mismas no cortara al medio a ningún miembro de su familia. Más atrás Tete y Bebe llevando casi en andas a la abuela con el diario en una mano y el rosario en la otra dando las indicaciones pertinentes.

Retrasadas Dina ayudando a Mecha que no recordaba haberse mojado de semejante forma en toda su vida.

Apenas llegaron al panteón entraron uno a uno tocando respetuosamente el féretro, y cerraron la puerta luchando contra el viento.

La abuela usó el ataúd como mesa, se colocó delante de todos y en el silencio advirtió un suspiro proveniente de su segunda hija Mecha, que irremediablemente se iba a convertir en llanto y solo la miró para ponerla en su lugar. Los cinco tragaron saliva.

Volvió a buscar el obituario y dijo: Mi querido Luis, aquí lo tienes, debes calmarte. Escucha bien lo que te voy a leer.

“En la localidad de Mechongué ha fallecido el señor Luis Rodríguez, su esposa, hijos, nueras, yernos y nietos, elevan una oración en su nombre”.

Inmediatamente en el aire algo cambió. Se escuchaba como que una máquina infernal empezara a apagarse.

Dejó el diario abierto como una ofrenda e inmediatamente notaron que el temporal perdía fuerzas y un rayo de luz empezó a colarse por el vitral de la ventana impregnando de colores el periódico que siempre le trajo certezas al abuelo almacenero.

Ahora sí Luis, descansa en paz dijo la abuela, mientras ordenaba el repliegue de la tropa.

DON GERVASIO

 

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