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La ganadería argentina conserva el espíritu y los números, pero es totalmente diferente

Redacción Vanguardia

En 80 años varió muy poco el stock bovino y la superficie dedicada a la actividad en Argentina.

Hace ochenta años, el mapa ganadero argentino lucía muy distinto al actual, pero algunos rasgos estructurales permanecieron sorprendentemente estables. En 1950, la ganadería bovina ocupaba algo más de 40 millones de hectáreas y, a pesar de múltiples reconfiguraciones territoriales, esa superficie no llega hoy a las 50 millones de hectáreas. El stock bovino también mostró una notable estabilidad, aunque con oscilaciones: de 46 millones de cabezas en 1950 se llegó al pico de 60 millones en 1974, para estabilizarse en torno de 51,6 millones a fines de 2024.

Pero lo que no cambió en volumen, sí se transformó en su distribución: la hacienda migró progresivamente hacia el norte y el oeste semiárido, desplazada por el avance agrícola y sostenida por nuevas tecnologías forrajeras y genéticas capaces de adaptarse a ambientes cada vez más desafiantes. A los típicos pelajes de las razas británicas se agregaron los matices de las razas sintéticas y la conformación corporal de la sangre índica.

Otro indicador que se mantuvo relativamente estable fue el destino de la faena, con una proporción que, década tras década, dedica entre 70% y 80% del total al consumo interno, y entre 20% y 30% a las exportaciones. Ese balance ha oscilado menos por cuestiones de mercado que por las decisiones políticas de cada gobierno, cuyo peso sobre la cadena cárnica ha sido históricamente determinante.

Pero, más allá de esa estructura persistente, las últimas cuatro décadas fueron escenario de una transformación silenciosa y profunda que modificó el modo de producir carne, tanto en el campo como en la propia cultura ganadera.
 

Nuevos territorios, nuevos manejos

Para Fernando Canosa, productor y asesor, la evolución reciente de la ganadería argentina es inseparable de un proceso de profesionalización acelerada. “Se profesionalizó todo el manejo de la ganadería, y eso va in crescendo”, resume. Ese avance tuvo dos motores: la expansión del asesoramiento técnico y el surgimiento de sistemas más eficientes en el uso del pasto y de los recursos forrajeros. En paralelo, se dio un corrimiento geográfico que trasladó la actividad hacia zonas extra pampeanas —muchas de ellas semiáridas— donde la productividad histórica era más baja, lo que implicó convivir con índices de destete modestos y la necesidad de rediseñar los modelos de manejo.

Este desplazamiento no fue espontáneo. En las últimas dos décadas, la agricultura avanzó sobre 14 millones de hectáreas tradicionalmente ganaderas, especialmente en la región pampeana. Sin embargo, la productividad bovina aumentó: la producción creció 24% pese a la reducción del área. Canosa atribuye este salto a la aparición de nuevas pasturas cultivadas, a la incorporación de gramíneas tolerantes al estrés hídrico, al uso creciente de fertilización y a un salto extraordinario en la genética de pastos templados —desde alfalfas resistentes a salinidad hasta festucas y agropiros sin los problemas endófitos de los años 80—. El norte argentino, el NEA, el NOA y las zonas semiáridas se convirtieron así en nuevos núcleos ganaderos, ayudados también por la expansión y consolidación de razas sintéticas como Brangus y Braford.

La genética bovina acompañó este cambio. Tradicionalmente dependiente de importaciones desde Escocia o Estados Unidos, la Argentina logró en este siglo revertir esa dependencia. “Desde el 2000, por primera vez Argentina es exportadora. En genética se avanzó mucho más en los últimos 25 años que en toda la historia anterior”, señala el genetista Carlos Ojea Rullán. La selección por datos, los DEPs y los programas de mejoramiento permitieron que razas británicas como Angus y Hereford, o continentales como Limousin, reforzaran su eficiencia productiva. El país dejó de mirar hacia afuera para abastecerse y empezó a vender genética a la región y al mundo.

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