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Aprendió por internet y a pura prueba y error.

Tras la pandemia se reinventó y apostó por la hidroponía como excusa para vivir en su lugar soñado

Redacción Vanguardia

Máximo Pereyra Yraola tenía un restaurante en Tandil y ahora les vende lechuga, albahaca, rúcula y espinaca premium a sus ex colegas.

La producción de alimentos ofrece oportunidades de todo tipo para quienes están dispuestos a correr riesgos y aprender. Uno de los fenómenos que sirven para ilustrar esa afirmación es el crecimiento de la agricultura hidropónica, el sistema de producción sin suelo que desde la pandemia viene experimentando una notable expansión en Argentina. Lo hace fundamentalmente a partir de emprendimientos pequeños o medianos focalizados en el abastecimiento de hortalizas para pueblos y ciudades de todo el interior.

Esa es la tendencia que detectó Máximo Pereyra Yraola, un joven porteño que vislumbró en la hidroponía una forma de pasar sus días en uno de los lugares que más le gustan en el mundo. Ese lugar es un campo familiar a 20 kilómetros de Tandil, suavemente ondulado y con las sierras en el horizonte, a donde él va desde que era muy chico. Allí su padre manejaba una empresa ganadera hasta que el hermano mayor de Máximo tomó las riendas y decidió volcarse cien por ciento a la agricultura. Volaron los animales, los alambrados y se ambientó el terreno para que entren el trigo, la soja, el maíz y el girasol.

Mientras tanto, en 2013 Máximo se había mudado con su mujer a Tandil y juntos habían puesto un restaurante y galería de arte con el que disfrutaron varios años intensos. Después empezaron a llegar los hijos: uno, dos, tres, cuatro… La vida del gastronómico dejó de ser tan atractiva y compatible con la paternidad, hubo que empezar a buscar alternativas. Vendió alimentos congelados, trabajó en una inmobiliaria, hasta estuvo a punto de mudarse a probar suerte a Córdoba, pero llegó la pandemia con los replanteos existenciales y el tiempo de sobra para investigar nuevas opciones.

 
 Máximo iba los fines de semana al campo familiar y en algún momento se planteó la posibilidad de ir a trabajar a la empresa agropecuaria, pero en charlas con el hermano coincidieron en que la actividad no generaba ni los ingresos ni la cantidad de tareas para que todos pudieran participar sin chocarse. Eso sí, la tranquera estaba abierta para proponer nuevos emprendimientos.

Fue entonces cuando apareció la hidroponía como una posibilidad que pronto se transformó en proyecto. Máximo fichó un rincón del campo sobre una loma que estaba ocioso, y lo pidió para instalar un invernadero a modo experimental. Miró cientos de videos tutoriales en internet, leyó manuales y contrató a un asesor que lo acompañaba de forma remota, y junto a un amigo constructor levantó el primer invernadero de 300 metros cuadrados.

La hidroponia es muy federal. En la pandemia explotó, en muchísimos lugares aparecieron productores para abastecer a sus ciudades”, asegura Pereyra Yraola contó desde el costado de lo que fue aquel primer invernadero. Y agrega: “En Tandil el círculo hortícola es muy chico, la mayoría de las verduras y hortalizas llegan desde Mar del Plata, y a la vez acá hay un mercado con poder adquisitivo que si la planta está linda se vende como pan caliente”.

La decisión de Pereyra fue dedicarse a las hojas: lechuga, rúcula, albahaca y espinaca. Al principio le costó vender, fue personalmente puerta por puerta a las verdulerías de la ciudad, y con el tiempo se fue ganando la confianza. “A diferencia de la producción de Mar del Plata, que el precio depende bastante del clima y la cantidad de oferta, mi precio no varía tanto. Tal vez por ahora tengo mayor costo de producción, pero menor costo de transporte. Las plantas llegan en una bolsa, con raíz viva y duran mucho más. Eso les cambió la cabeza a los verduleros, en un momento me empezaron a decir que todo lo que tenga se los lleve porque lo venden”, recuerda.

En aquel comienzo era todo esfuerzo y aprendizaje. El emprendedor germinaba las semillas, trasplantaba, cosechaba y salía a repartir y a buscar mercado. Rápidamente se dio cuenta de que en esas dimensiones iniciales la producción era demasiado grande para ser un hobby y demasiado chica para ser comercialmente viable.

Entonces en 2022 sumó a su familia como socia y en el fondo del campo instaló un invernadero nuevo, más moderno y con mayor capacidad. Allí, en mil metros cuadrados funciona “La Plantación”, donde además de Máximo ya trabajan otras tres personas. Todas las semanas siembran 2.000 plantas de lechuga (crespa, mantecosa, roble y roble morada), 1.500 de rúcula y 300 de albahaca (verde y morada). Y en invierno en lugar de la albahaca entra la espinaca.

En síntesis, el ciclo de las plantas en la época templada consta de dos días de germinación de las semillas en una esponja, dos semanas de plantinera, dos semanas en cama de fase inicial y tres semanas en fase final. Durante el invierno los tiempos se alargan y la cantidad de días se duplica.

A un costado del invernadero hay dos tanques para el acopio de 5.000 litros de agua. Toda esa agua pasa por un filtro de ósmosis inversa para corregir su conductividad y luego recibe los nutrientes y minerales que necesitan las plantas en cada estadío. “El agua de acá tiene mucho sodio y bicarbonatos, entonces se la neutraliza, se corrige el ph y se le agregan minerales”, detalla Pereyra Yraola.

Una vez que ya se germinaron las semillas y se lograron plantines sanos, estos son ubicados sobre tubos agujereados e inclinados por los que circula el agua en un circuito cerrado. Cada sector recibe el agua con una composición nutricional a medida de sus necesidades. Se calcula que en comparación con la producción tradicional sobre suelo, la hidroponía -que también se puede realizar sobre sustratos inertes- logra ahorros de agua de hasta el 80 por ciento.

De todos modos, nada es tan simple. Máximo aclara que todavía está, de alguna manera, en una fase de aprendizaje. “Siempre algo pasa”, avisa.

Por ejemplo en 2024, que fue el primer ejercicio completo de producción en el invernadero actual, el invierno llegó con heladas muy intensas contra las que no hubo mallas protectoras que valgan. Las plantas estuvieron diez días congeladas y se perdió la producción de dos meses. Más tarde, la contaminación de los tanques de agua generó la pérdida de otros tres meses. “Y en el verano los pajaritos me volvieron loco comiendo los brotes”, agrega. Por supuesto, también está el riesgo que representan las plagas como trips y pulgón, y en invierno el hongo oidio, para lo cual se utilizan insecticidas y fungicidas biológicos de prevención.

Así todo, lo que parecía una idea loca empieza a tomar color, el color verde penetrante de las hojas que ya se venden con gran aceptación en casi todas las verdulerías de Tandil y en restaurantes, un canal que Máximo conoce desde adentro y con el que ahora encuentra ciertas similitudes más allá del conocimiento de las lechugas. “En las cocinas hay mucho de ingeniería, de respetar procesos, ser prolijos, y acá también”, comenta.

“Si laburo bien, va a andar”, asegura Pereyra Yraola, y dice que cuando logre cierta estabilidad en la producción y haya crédito disponible apuntará a duplicar el volumen con la construcción de una segunda nave. Además podrían entrar en el portfolio otras especies como la mostaza colorada (que ya anduvo bien en algunos ensayos), perejil, cilantro y kale.

Se tiene mucha fe para vender en Tandil todo lo que produzca. Y mientras tanto, a pesar de los contratiempos, parece disfrutar el aprendizaje. “Yo lo que más quería era laburar acá”, reconoce el hombre mientras observa el paisaje.

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