SIMBIOSIS

Por María Silvina Saiz

Se odiaban con la misma pasión con la que alguna vez se amaron, pero, después de tantos años juntos, con la macabra certeza de sentirse simbióticos en sus partes más oscuras.

Era triste adivinar los pensamientos del otro y adelantarse a sus deseos cuando estos estaban cargados de tanto desprecio o cuanto menos, de hartazgo.

Él empezó a concebir la idea de acabar con la vida de ella después de la última trifulca doméstica que alcanzó proporciones épicas. Por algo tan banal como haber utilizado el trapo del piso para secar la mesada, ella lo torturó por días con una andanada de reproches que recorrían el pasado, manchaban el presente y amenazaban el futuro. Él permaneció callado, sordo a los embates, pero rumiando como nunca la venganza inevitable.

Lejos de unirlos, las vicisitudes del matrimonio y las batallas compartidas los habían separado de forma constante y por desidia o cobardía permanecieron firmes en su lugar sin el menor atisbo de una separación honrosa, cómodos en la incomodidad de una rutina patética.

Cuándo a él empezó a fastidiarle hasta la respiración de ella, germinó la idea de buscar una amante que le achicara un poco el hastío, pero terminó desechando la idea por pusilánime un poco y por sentir que, seguramente, no estaba a la altura de sostenerlo. Concluyó lapidario que su esposa le había arrebatado hasta la hombría.

Decidió que lo mejor para un perfecto homicidio era esperar que la ocasión se presentara sola porque el azar lo asemejaría a un accidente y eso tranquilizaría al mundo y, mejor aún, a su propia conciencia, si es que todavía funcionaba.

Y fue aquella noche cuando ella sirvió el café después de la cena, cuando él le reclamó el azúcar al encontrar el recipiente vacío. Ella quejándose de las alacenas tan altas y de su pedido, se trepó a la silla para alcanzar la reserva que guardaba en lo alto.

Bastó un contundente puntapié de él a la silla para que ella se desmoronara con toda su integridad en las baldosas de la cocina con la mala suerte de golpear su cabeza con el borde de la mesada.

En sus últimos segundos de agonía le pidió ayuda, pero él prefirió disfrutar mirándola fijamente mientras tomaba su café.

No alcanzó a adivinar por qué ella, en su último instante, trocó el horror en sonrisa. Hubiera bastado con recordar que se leían los pensamientos y coincidían en las más morbosas ideas, como la de ella esa misma tarde cuando optó por envenenar el café. 

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María Silvina Saiz

Nacida en Santa Fé y viviendo en Mar del Plata hace 30 años, asiste desde hace 13 años al taller literario “El Péndulo”.
Participó en la antología de El Péndulo del año 2019.

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