El siguiente texto incluye fragmentos del libro Algo del antiguo fuego, de Miguel Prenz (Ed. Tusquets), que reconstruye la historia de Rubén, Oscar y Juan, los tres hombres que durante años reclamaron ser reconocidos por la Justicia como hijos del campéon del mundo. El material es un informe de la revista BRANDO que transcribimos.
La maza contra el cortafierro, el cortafierro contra la soldadura del ataúd de chapa.
Cada golpe, un trueno sofocado entre las paredes de la morgue del cementerio, y más allá, entre las lápidas y los panteones, y más allá, contra la sierra, piedra gris veteada de yuyo a la sombra de nubes como hongos nucleares.
Dentro de la morgue, dos sepultureros, cuatro médicos forenses. Todos con máscaras para filtrar los vapores del muerto.
Silencio en la mañana invernal. Sólo trinos, y mugidos desde los campos cercanos.
Es. Se lo reconoce. La cara de tano, la cabeza calva con manchas marrones, una más grande que las demás en la sien derecha. El formol en venas y arterias -lo mismo que le hicieron a Lenin, se decía en julio de 1995, durante el duelo nacional de tres días- sigue actuando en agosto de 2015, y eso es lo que comentan forenses y sepultureros: Juan Manuel Fangio parece haber muerto hace mucho menos tiempo.
La cara de tano, la cabeza calva con manchas marrones, una más grande que las demás en la sien derecha. Hasta los ojos claros y la sonrisa ladeada de las fotos. Un hombre, afuera, a pocos pasos de la morgue, parece el fantasma de Fangio. Es un jubilado ferroviario de setenta y tres años que, según su documento, se llama Rubén Juan Vázquez, aunque su apellido podría cambiar si resultara positivo el análisis genético -para el cual, en la morgue, los forenses cortan dos falanges, extraen un diente- y así se confirmara que es hijo biológico del mejor piloto de carrera de todos los tiempos. Porque Fangio ganó setenta y ocho de las doscientas carreras de las que participó, consiguió dos campeonatos de Turismo Carretera en la Argentina en los cuarenta, y cinco de Fórmula 1 en los cincuenta, récord superado casi medio siglo más tarde, en 2003, por Michael Schumacher, quien después de ganar su séptimo título seguía diciendo que ni él ni nadie podría jamás igualar a Fangio.
Rubén conversa con su esposa, Ercilia, un año menor, algunas canas que la tintura marrón no logró tapar, bajita, el peso justo, o casi. Por momentos Rubén sonríe y eso sólo resalta la angustia en su mirada. Y no sólo angustia. Desde hace semanas piensa que si el cuerpo hubiera sido cambiado o robado, podría morir sin conocer su identidad, también lo sueña, y pensar o soñar eso le hace mal porque se acuerda de haber leído alguna vez sobre el robo de un muerto del que se tenía que tomar una muestra para un juicio de filiación en el que había una fortuna para repartir, y acordarse de ese artículo le hace peor.
En un momento se aleja de Ercilia para responder las preguntas de los periodistas que viajaron cuatrocientos kilómetros desde Buenos Aires para cubrir la exhumación de Fangio en el cementerio de Balcarce, toda una noticia porque él murió diciendo que no se había casado ni había tenido hijos por considerar incompatibles la vida de familia y la vida de piloto. Y resulta que acá está Rubén, pantalón y campera grises, zapatos negros, delante de periodistas que le mencionan una y otra vez su parecido con Fangio, y luego le preguntan:
-¿Cómo se siente?
-Poder conocer mi identidad no es poca cosa, es algo tan esperado.
-¿Qué opinan sus familiares sobre el juicio de filiación que lleva adelante para ser reconocido como hijo de Fangio?
-Todos me apoyan. Ellos estuvieron de acuerdo desde el primer momento. No te olvides que si yo no tengo identidad, mis hijos no tienen identidad y mis nietas no tienen identidad, y andamos por el mundo sin saber quiénes somos. O sea, sin saber es una forma de decir, porque yo ya lo sé, lo tengo bien claro.
La sorpresa para los periodistas es mayor cuando lo escuchan. Rubén no sólo se ve como Fangio, también habla como él, el mismo modo campechano, el mismo timbre, en leve sordina. Los periodistas lo comentan luego, vía satélite, con los conductores de los noticieros, que ya exageran la sorpresa.
-Buen día, señora.
Ercilia no sabe quién es el hombre retacón de bigote y pelo entrecanos que le habla, pero no duda en devolverle el saludo. Hizo lo mismo con otros desconocidos desde temprano.
-Soy Antonio Mandiola, el presidente de la Fundación Fangio. Así que este es el presidente de la Fundación, piensa Ercilia, y siente cómo la sangre le bulle y, en velocísima progresión, le enrojece el cuello y la cara. Escupe, con la sonrisa, una pregunta:
-¿Me puede decir por qué la Fundación pone obstáculos en el juicio de Rubén?
-No, señora, la Fundación no ha hecho nada, no se opone para nada -Antonio Mandiola niega con la cabeza y las mejillas le tiemblan.
-¿Usted leyó el expediente?
-No.
-Yo sí lo leí, señor. Y lo que usted dice es mentira. En el expediente aparece el nombre de la Fundación oponiéndose a la exhumación.
-No, señora... de ninguna manera... yo no tengo nada que ver... pero lo podemos hablar en otro momento.
Antonio Mandiola se da media vuelta y camina hacia la salida del cementerio. Se le acoplan dos hombres en el trayecto. No hace falta que hablen para que se note que están molestos con lo que ocurre.
Rubén vio parte de la secuencia mientras hablaba con los periodistas. Se acerca a Ercilia y le pregunta qué pasó. Ella le cuenta y a él no le sorprende el cruce con Mandiola. Conseguir la exhumación le costó una década de enfrentamiento judicial con la Fundación, y también con los sobrinos de Fangio, hasta el momento los únicos familiares directos vivos que, por cierto, no se encuentran en el cementerio. Uno de los forenses, el guardapolvo azul marino almidonado, la máscara colgada del cuello, sale de la morgue para avisar que ya se tomaron las muestras de un cuerpo que indudablemente es el de Fangio y que en pocos minutos se podrá dar por terminado el trámite judicial. Rubén se siente ridículo por haber pensado que alguien podría haber robado el cadáver. (...)
La filmación del gran premio de Alemania de 1957, conocida como la mejor carrera de todos los tiempos, es sobria en imagen, blanco y negro, pura compaginación, nada de efectos especiales, aunque escandalosamente ruidosa porque los autos de Fórmula 1, estructuras cilíndricas sin cinturón de seguridad, suenan como aviones de la Segunda Guerra en el carreteo previo al despegue. Hacia el podio aceleran los pilotos, zapatos y guantes de cuero, pantalón y camisa de algodón, antiparras y casco de madera, inflamables. Entre los veintitrés hay favoritos, como los ingleses Mike Hawthorn y Peter Collins, dice el relator argentino, pero ninguno como Fangio, que si ganara este domingo 4 de agosto de 1957 en Nürburgring sumaría su quinto título, esta vez con Maserati, después de los de 1951 con Alfa Romeo, 1954 y 1955 con Mercedes, y 1956 con Lancia Ferrari. Fangio corre a la cabeza con su Maserati, el número uno pintado en blanco sobre el metal -rojo, la punta de la trompa amarilla-. Completa en poco más de nueve minutos cada vuelta de veintitrés kilómetros, ciento setenta y seis curvas como obstáculos. Bate sus propios récords, hace lo que los demás no pueden.
Momento dramático, dice el relator argentino. Fangio levanta el pie del acelerador para entrar en boxes cuando faltan diez vueltas para el final. Los mecánicos tardan cincuenta y dos segundos en cambiar las ruedas y llenar el tanque, que está casi vacío por la estrategia del piloto: largar con el combustible justo porque a menor peso mayor velocidad. Fangio se cambia las antiparras antes de salir de nuevo a la pista y ubicarse ahora en el tercer puesto. Delante de él se escapan, las tiene a la vista, la Ferrari de Collins y, en punta, la de Hawthorn, que, al no haber pasado por boxes, está tan exigida que no rinde como debería. Quedan tres vueltas y la situación no cambia. Ferrari, Ferrari, Maserati. Ferrari, Ferrari, Maserati. Hombres y mujeres, en las tribunas, trepados a los árboles, cien mil, dice el relator argentino, los siguen con la vista. La persecución de la penúltima vuelta es filmada, desde los costados del camino, hasta el final: Fangio pasa a Collins en una recta que, como un embudo, termina en un puente angosto, y después a Hawthorn por el interior de una curva a más de doscientos kilómetros por hora, y encara los últimos metros hacia la bandera a cuadros. Son segundos en los que piensa que nunca antes manejó así, decidido al riesgo máximo, a la misión suicida, y que nunca más volverá a hacerlo, porque ya tiene cuarenta y seis años, veinte más que varios de sus rivales, y el cuerpo es una obviedad: algo distinto de lo que era.
La acción dura dos segundos o menos y, como la cámara está lejos, no se ve con mucha claridad. Pasaría inadvertida si no fuera por el arrojo de una mujer de saco gris y gorro blanco que, mientras Fangio entra en boxes, corre con los brazos extendidos hacia la Maserati, todavía en movimiento, y felicita al quíntuple campeón antes que nadie, le acaricia la cara con ambas manos y lo besa, se besan, como si no hubiera nadie alrededor, cuando, en verdad, todos se les van encima. Cada relator, porque la filmación puede verse en distintos idiomas, observa algo distinto. El relator argentino nunca ocultó su fanatismo por Fangio y ahora menos. Para él todo es posible. Nadie en la historia del automovilismo hizo tanto y, a lo mejor, nunca más nadie lo hará. Hoy es el día de Fangio, el más extraordinario e imbatible corredor de todos los tiempos. El alemán, al repasar años y escuderías de los cinco títulos, destaca los dos que Fangio ganó con Mercedes aunque ahora celebre con Maserati. ¡Miren ese recibimiento!, dice el inglés. ¡ Andrea, la esposa de Fangio, lo espera lista con un beso! (...)
***
Lleva algo de tiempo descubrir los rasgos que Oscar pudo haber heredado de Andrea Berruet, según se la puede ver en fotos de viejas carreras, una mujer de baja estatura, cara redonda, sonrisa amplia, pelo y ojos oscuros, mirada intensa. Quizá tenga de ella las cejas y los labios, más finos que los del padre, a quien sí se parece a primera vista, más a los setenta y ocho años que ahora tiene. Los ojos claros, la calva con manchas marrones que, de tan lustrosa, refleja la luz de la araña que cuelga del techo.
El living del chalet de Oscar, no muy lejos del centro de Mar del Plata, tiene una decoración clásica. Sillas tapizadas en pana, platos y fuentes con escenas de la campiña en el aparador, la mesa rectangular laqueada con detalles de ebanistería, sobre la cual Oscar mantiene apoyadas las manos, también con manchas marrones, mientras cuenta que Fangio y Andrea, antes de viajar por primera vez a Europa en 1949, lo dejaron en Balcarce al cuidado de los padres y hermanos de Luis Alcides Espinosa. Él tenía entonces once años y le dijeron, o eso es lo que recuerda, que habían tomado esa decisión para que pudiera terminar la primaria con sus compañeros. Los Espinosa lo cuidaron hasta que a los doce se mudó a la casa de su abuela materna en Mar del Plata para cursar el secundario en un colegio industrial.
-Mi vieja acompañó a mi viejo durante toda su campaña en Europa -dice Oscar-. Cocinaba para los pilotos en los autódromos, aparece en todas las filmaciones de las carreras. Cuando en 1952 mi viejo chocó en Monza y estuvo internado allá como cuatro meses, la que no se movió de al lado de la cama fue mi vieja. Se pasó todo el tiempo cuidándolo. Como si fuera de cristal. Yo me encontraba con ellos cuando volvían de Europa para pasar las vacaciones de verano o para correr en Buenos Aires. Que hubiera sido mejor tenerlos más cerca, no lo voy a negar. (...)
***
La llovizna es helada y Oscar camina por el centro de Mar del Plata casi pegado a la pared, cubriéndose debajo de balcones y marquesinas. Esquiva con agilidad charcos, baldosas flojas, hasta que se detiene en la puerta de un edificio. Viste zapatos, pantalón, campera y boina en diferentes tonos de marrón, todo bastante seco. Mira hacia ambas esquinas, y de pronto saluda con la mano a un hombre canoso y fornido, también vestido de marrón, que se acerca con un paraguas blanco y azul con dibujos borrosos de autos de carrera. Ahí viene mi hermano Juan, me dice, y lo saluda con un abrazo. A diferencia de Oscar y Rubén, Juan Rodríguez -con setenta años, el menor de los tres- no se parece a Fangio, aunque él, al presentarse, diga que de joven sí se parecía bastante. Sus ojos son pardos, tiene mucho pelo y se lo peina con raya al costado.
Entran en el edificio y suben hasta el estudio del abogado de ambos -Rubén tiene otro en Buenos Aires-. Pautaron una reunión breve para conversar sobre las novedades del juicio de filiación que llevan adelante desde 2013, para también ser reconocidos legalmente como hijos de Fangio. El abogado está por llegar, les avisa la secretaria, y entonces se sientan en una pequeña sala de reuniones a través de cuya ventana entra una masa de luz grisácea.
-Con Juan nos conocemos desde el noventa y seis, más o menos -dice Oscar-. Él andaba siempre con mi tío Toto, el hermano menor de mi viejo, y además teníamos algunos amigos en común de las carreras.
-Yo vivía con mi mamá y con mi abuela en Balcarce, todavía vivo ahí -dice Juan-. Yo siempre iba al taller de Toto porque él armaba autos de carrera, y a mí de chico me gustaron los autos, los motores. Fui a la escuela industrial y después, cuando me recibí de ingeniero agrónomo, me especialicé en maquinaria agrícola.
-En Balcarce era vox populi que Juan era hijo de Toto, así que en algún momento llegué a pensar que era mi primo.
-Yo no tuve con Juan Manuel la relación de hijo que tuvo Oscar, pero sí teníamos trato. Yo lo pasaba a saludar cuando estaba en Balcarce, compartimos asados, pero nunca hablamos nada de todo esto de la paternidad. Yo nací el 6 de junio de 1945. Como en esa época mi vieja ya no estaba con Juan Manuel, me anotó con su apellido, porque ella se llama Susana Rodríguez.
Ella me contó que Toto, a pedido de Juan, la había ayudado a comprar las cosas que se necesitaban para mi nacimiento.
-¿Y por qué Toto, sabiendo todo esto, nunca me dijo Oscar, Juan es tu hermano? Si yo tenía mejor relación con él que con mi viejo.
-Creo que no nos dijo nada porque daba por sentado que nosotros sabíamos.
-Pero no sabíamos un pomo.
Entra el abogado, Oscar Scarcella, de unos cincuenta y cinco años, metro noventa, espaldas anchas, y la sala de reuniones parece más pequeña aún. Se disculpa por el retraso y los invita a su oficina. Oscar y Juan lo siguen, conversan menos de diez minutos a puertas cerradas y se van apurados porque tienen otros compromisos.
Scarcella queda solo en su oficina a las cinco de la tarde. Sobre el escritorio hay códigos, manuales, tratados de derecho civil. Debe dar una clase dentro de un par de horas y todavía no terminó de prepararla. Pero ya habla como si estuviera en el aula, explicando a partir de lo conocido: el análisis genético es la prueba principal en un juicio de filiación. Cuando la muestra de referencia debe tomarse de un muerto, no hay más opciones que la exhumación. En este caso, se consiguió por el pedido inicial de Rubén de 2005, al que en 2013 se sumaron los de Oscar y Juan. En el momento en que Scarcella empezó a acordar acciones con el abogado de Rubén en Buenos Aires, Rubén, Oscar y Juan entraron en contacto.
Diez años pasaron entre el pedido de Rubén y la exhumación. Cuatro meses pasaron entre la exhumación y los resultados. El de Oscar se conoció en diciembre de 2015 y el de Rubén, en febrero de 2016. Para ambos fue el mismo: hijo de Juan Manuel Fangio con el noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de certeza. Por cuestiones procesales, el ADN de Juan no se cotejó con el de Fangio, sino con los de Oscar y Rubén. El resultado de noventa y siete coma cuatro por ciento de compatibilidad, conocido para la misma época que los otros, significa que los tres son hermanos.
Los tres procesos tienen el objetivo de cualquier juicio de filiación, dice Scarcella: reparar el daño ocasionado a una persona por la privación del derecho a la identidad. Las demandas se entablaron contra los sobrinos de Fangio, porque eran entonces los únicos familiares directos vivos conocidos y, por lo tanto, los únicos destinatarios posibles. Una vez que Rubén, Oscar y Juan recuperen su identidad y el juez dicte la sentencia que los autorice a poner el apellido Fangio en sus documentos, se iniciará automáticamente el juicio sucesorio, que en este caso será complejo. Debe realizarse una auditoría para conocer qué bienes integraban el patrimonio de Fangio en el momento de su muerte, explica el abogado, porque hay poca información al respecto. No se sabe si los fue cediendo en vida o si los dejó a nombre de sociedades. Recién cuando la auditoría aclare la situación, el juez podrá recuperar esos bienes para luego adjudicárselos a los herederos.
-También está el uso de la marca Fangio, que sigue generando dividendos. Existió la nafta Premium Fangio XXI de YPF, hubo colecciones especiales de relojes TAG Heuer. Ese uso del derecho del nombre hoy lo están usufructuando el Museo y los sobrinos de Fangio. Lo han hecho legítimamente, en principio, porque hasta ahora no había hijos legítimos. Pero una cosa es la legitimidad de un derecho, el amparo en la ley, y otra es la buena o mala fe con la que se ejerce, que es una cuestión interna, subjetiva. Una conducta puede estar amparada por el derecho y ser de mala fe, o al revés, puede ser de buena fe pero no estar amparada por el derecho. En este caso, yo creo que la gente esta no procede de buena fe porque, por ejemplo, ellos saben de la existencia de Oscar desde siempre, y lo único que han hecho es negarlo y poner trabas procesales en el juicio.
El caso tiene una complejidad de libro, dice, y apoya sus manos sobre los que cubren el escritorio. Lo valora como un desafío profesional distinto a otros porque no fue un caso más de tantos que llegan al estudio y conviene aceptar. Fue un caso que él mismo salió a buscar.
Scarcella compró en 2012, en Balcarce, una agencia de lotería llamada El Chueco, uno de los tantos negocios del pueblo que evocan a Fangio. Contrató a un empleado para que la atendiera, pero igual viajaba seguido para ver cómo iban los números. También aprovechaba para conversar con viejos agencieros del lugar y conocer mejor el rubro. En una de esas charlas escuchó la historia del agenciero de Mar del Plata que era hijo de Fangio -Oscar estaba entonces al frente de una agencia que había heredado su esposa-. Scarcella quedó prendido de la historia. Leyó los artículos que encontró, porque el caso de Oscar se había contado en algunos medios, y después lo invitó a su estudio a través de aquel hombre que se lo había nombrado.
-Oscar vino y me dijo que no quería hacer más nada, que estaba resignado después de tantos años.
Además estaba pasando un momento terriblemente duro, porque hacía poco había muerto la menor de sus tres hijas. Yo le dije que tenía fe en el tema, que lo quería ayudar a resolver la cuestión de su identidad. Él aceptó y arrancamos. Pero antes de que aceptara, en cuanto lo vi entrar por esa puerta -la señala enfrente de él-, tuve el convencimiento de que era hijo de Fangio, y me dije no hay ninguna manera de perder este juicio.
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