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Flagelo: cada vez más pibes se convierten en soldaditos de los narcos

Redacción Vanguardia

Tienen entre trece y diecisiete años. Los usan para hacer delivery de droga, vigilar, y conseguir clientes. Creen que hay más por los controles y las investigaciones judiciales. Foto: ilustrativa.

La lucha contra el narcotráfico, desde hace años, se transformó en una guerra. Como tal, sus consecuencias son inevitables. En el medio, las víctimas de una situación que se solidificó y creció por la inacción del Estado, por la falta de controles, por la corrupción y por la existencia de un sistema judicial permeable e ineficaz. En ésta, que para muchos es la madre de todas las batallas, hay víctimas que, no sólo nacieron al amparo del narcotráfico, sino que ahora son utilizados como mano de obra por dealers que hacen su negocio, aún irrumpiendo en ámbitos  antes impensados como la escuela. La aparición pública de las madres que luchan contra los que cada día enferman a sus hijos vendiéndole drogas –fue tapa de La Vanguardia en febrero de 2015- fue apenas una de las historias que se conocen en los barrios donde la marihuana y la cocaína dejaron ser palabras ajenas para transformarse en un verdadero flagelo social. Entre las familias de trabajadores de clase media y de condición humilde también conviven los narcos. Están allí porque se nutren de pibes que, tras introducirlos en el mundo del consumo para convertirlos en adictos, los utilizan luego como soldaditos de un ejército que no tiene límites. Si bien no hay datos oficiales, se cree que en Balcarce esos chicos tienen entre trece  y diecisiete años. Muchos de ellos forman parte de una red de vigilancia y venta de bajo costo económico y penal (como son menores, los jueces los liberan rápido) y les garantizan el ingreso a lugares de venta directa como las escuelas o los espacios que habitualmente comparten los más jóvenes. A cambio reciben el 10 % de lo que venden, o bien les dan algún celular y, a veces, dosis para que consuman. La venta de droga –marihuana, cocaína y drogas sintéticas en ese orden-, pese al trabajo de la fiscalía, la Base Operativa y los gobiernos de turno, se ha adueñado de un territorio de donde será complejo expulsar o cortar los tentáculos de los narcos. En Balcarce, y aunque muchas autoridades parecen decididas a no atender esta realidad, el avance del narcotráfico toca diferentes barriadas y altera el curso de la vida de cientos de pibes que quedan desamparados ante la tentación narco. Tampoco en el Concejo Deliberante el tema del narcotráfico ha sido eje principal de muchos debates. Se lo menciona, casi siempre, como una problemática generalizada que comparan con lo que pasa en los grandes centros urbanos, pero la mayoría de los legisladores desconocen el impacto de la droga en los barrios. Esa deflexión hace que, año tras año, el narcotráfico se expanda convirtiendo a pibes en soldaditos que, empujados por la necesidad de obtener dinero, pero también por buscar un lugar que les ofrezca identidad dentro del barrio, son capaces de cruzar la ciudad día y noche llevando la “carga” que les permite sobrevivir en un mundo tenebroso. “La droga penetró hace tiempo en las escuelas de Balcarce, negarlo es hipócrita”, reconoce un director de escuela. “No la vemos pasar delante de nuestros ojos, pero sabemos que está y que muchos chicos consumen. El desafío es enfrentar esta realidad, no negarla y ponerla como la tierra debajo de la alfombra”, afirmó.  

Cómo se mueven. Una vecina del barrio oeste, madre de cinco hijos, que pidió no ser identificada, le contó a La Vanguardia que los narcos o dealers –los que distribuyen y venden la droga- “ahora se ven poco, pero el “trabajo” –cuenta- lo hacen los pibes del barrio”. Y agrega: “si quieren actuar y hacer algo, todo está a la vista”, reclamó. En ese barrio, como en otros de la ciudad, algunos “transas” están vinculados al delito. Es decir, mandan a robar para conseguir dinero y así comprar la droga que luego venden fraccionada. “Todo esto pasa no por arte de magia, sino por la ausencia del Estado”, cuestionó otro vecino de la zona que también dialogó con este diario. La mayoría de los padres tienen miedo de hablar, y mucho menos de hacerlo públicamente. “Acá si denuncias tenes problemas, nadie quiere arriesgarse y la verdad que no sabemos qué hacer”, dicen. Están acorralados y necesitan que alguien escuche sus voces.

La nota completa en la edición impresa. 

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